Artículo publicado en CincoDias 01/09/2021
La principal característica de esta segunda oleada, que incluye aspectos como las 'cocinas fantasma' o el ‘q-commerce’, es su intento de invisibilizar la precariedad
José Varela
Responsable de digitalización en el trabajo de UGT
Estamos inmersos en un proceso de transformación de esos que solo ocurren cada mucho tiempo: un momento de profundos y duraderos cambios en nuestra forma de comprender la economía, los negocios, la sociedad, el trabajo y las relaciones interpersonales. Como en los casos precedentes, estas alteraciones no son la consecuencia directa de las innovaciones tecnológicas, sino de cómo interpretamos y moldeamos dicha tecnología en función de nuestro libre albedrío, de nuestra capacidad como humanos para asimilar estas novedosas alteraciones.
Buena prueba de ello son los nuevos negocios digitales, actividades comerciales que proliferan por doquier en nuestras ciudades, introduciéndose en nuestra cotidianidad lenta y pertinazmente. Su llegada a nuestras vidas se está realizando por fases. Primero fueron las plataformas digitales de reparto, seguidas muy de cerca por el comercio electrónico de entrega en mano, que básicamente ciñen su negocio a traernos a nuestros hogares comida o un determinado producto (muchas veces de un valor irrisorio). Como es sabido y demostrado judicialmente, este tipo de servicios a domicilio han sido terreno propicio para la explotación laboral. Aunque estos negocios lo intentaron por tierra, mar y aire, a nadie podía convencer la idea que un ciclista empapado por la fría lluvia invernal, o sofocado por la impenitente canícula, podía ser un empresario innovador que exploraba un negocio emprendedor. Tampoco a nadie convence ya que la paquetería entregada en domingo, como colofón a sucesivas e interminables jornadas al volante, puede entrañar un puesto de trabajo digno.
Ahora estamos asistiendo a una segunda oleada de nuevos negocios: las cocinas fantasmas y el denominado q-commerce. Se trata de supermercados ocultos bajo discretas paredes, invisibles a los ojos del paseante, donde te llevan a casa, en escasos minutos, artículos a demanda (llamativamente, los más vendidos, según nuestra investigación, son el alcohol y los snacks). Se trata también de cocinas sin servicio abierto al público, sin ventanas –y sin miradas indiscretas–, que preparan un invariable menú a domicilio. Deberíamos reflexionar sobre lo que estos nuevos negocios dicen sobre nosotros. No solo en el aspecto puramente laboral, sino también en el sociológico, social y urbano.
La principal característica de esta segunda oleada de negocios digitales es su intento por invisibilizar la precariedad. Se oculta, de una forma estratégica, una forma de trabajar indigna, apartándola conscientemente de los ojos de la sociedad y de la ciudadanía –y también de la autoridad laboral–. Como se hacía en las galeras, que los esclavos remen para que el barco navegue, pero mejor encerrados en un lugar donde no tengamos que verlos.
En terreno puramente laboral, nos encontramos con un trabajo masivo a golpe de clic, automatizado hasta confundir persona con autómata. Es un nuevo fordismo algorítmico deshumanizado. Ejemplos: para no ser despedido, un empleado de una plataforma digital necesita hacer dos repartos por hora en todas las horas del turno. Entregas decididas por un algoritmo que nadie entiende ni controla, pero que decide tu despido. Otro: si un conductor de VTC alcanza los 800 euros de facturación en una jornada, tendrá dos días libres como recompensa. Curiosamente, al superarse los 700 euros, el algoritmo deja de enviar servicios. No son extractos distópicos de la Metrópolis de Fritz Lang o de Un Mundo feliz de Aldous Huxley: son los negocios digitales del presente.
Tampoco son menores los daños que producen estas actividades al urbanismo y a la convivencia vecinal. Estos comercios y cocinas fantasma no se ubican en barrios acomodados, donde las molestias de olores y humos, o la altísima contaminación acústica o ambiental del transporte asociado, les haría ser rápidamente repudiados. Se sitúan en barrios populosos limítrofes, a escasos minutos de aquellos. Es constatable que la virtualización de los servicios está desembocando en nuevas fronteras físicas, en un notable incremento de la estratificación social intramuros, levantando barreras que separan y diferencian, cada vez más, a los pobres de los ricos.
Reflexionemos también sobre los efectos de esta inmovilidad física en nuestra salud ¿Cómo nos vemos como especie en el futuro? ¿Cómo el globuloso personaje de Star Wars, Jabba the Hutt, o los descalcificados humanos de Wall-E? Estamos haciendo buenos los vaticinios cinematográficos de un mórbido, y enfermo, futuro. La excusa de la economía no es aplicable. No estamos ante servicios imprescindibles, ni de alto valor añadido. Tampoco aportan nada a nuestra sociedad: son negocios extractivos, especulativos e improductivos.
Es, por tanto, el momento de la política y la regulación, con altura de miras. Debemos abandonar el necio dogma neoliberal que afirma “mejor tener un trabajo así que no tener trabajo”. Quien lo verbaliza, habitualmente está más acostumbrado a relacionarse con ciertos lobbies que con una familia que no llega nunca a fin de mes. Pero también debemos reprender a quienes fomentan la inacción: el pasotismo siempre se acaba pagando cuando significa desigualdad. La ley Rider es solo es comienzo de un largo camino de corrección.
Tenemos la obligación de repensar cómo la tecnología está cambiando nuestros barrios, nuestros empleos, pero también como se está afianzando una cultura de la comodidad y la inmediatez, sustentada en un inmoral y legalmente cuestionable aprovechamiento de los más débiles, dibujando un escenario degradante para una sociedad inteligente, crítica y empoderada. No acometer este debate significa someterse a una suerte de determinismo tecnológico que, como bien apunta Langdon Winner, no es más que un sonambulismo voluntario.